martes, 4 de noviembre de 2014

Lechugo




—¡Menudos quebraderos de cabeza me ha dado la señora!— Lo digo en voz alta, para que no se me vuelva a olvidar. He tenido que pedir auxilio, suplicar y doblegarme, ¡inadmisible! una vergüenza para mis principios y mí “modus vivendi”.

Me llaman “Lechugo”, es un apodo, un mote familiar. Mi verdadero nombre no lo recuerdo. Soy joven, apenas tres añitos, estoy en esa etapa de la vida en la que uno no desaprovecha la ocasión de pasar un momento agradable.
En cuanto a mi físico, no soy el estereotipo de la belleza masculina pero despierto un cierto interés entre las integrantes del bello sexo, tengo caché, clase y eso se nota…
Se podría decir de mí que soy un vividor, pero buena gente, mi fama me precede, la que quiera venir conmigo es bienvenida, la que no, ella se lo pierde, no soy insistente.
¿Un broncas, un matón? No, soy un señor, elegante donde los haya, el honor es importante para mí.

Mi escuela fue la calle. Tuve que luchar mucho para sobrevivir, aprendí a defenderme solo y no me fue tan mal pues aún estoy aquí. Todo eso está olvidado ya, he logrado hacerme un sitio en esta sociedad y ahora evito la pelea, pero si me buscan, me encuentran, ¡qué nadie me toque las narices!
De mi familia puedo deciros poco, mi madre era una santa, la recuerdo muy bien, hacía más de lo que podía, la pobre. Siempre vigilándome, siempre regañándome e intentando hacer de mí algo decente. Me crió sola, era una madre muy joven e inexperta pero no lo hizo del todo mal y si no… ¡me remito a las pruebas! Mi padre, a saber… no he llegado a conocerlo, mi madre no me habló de él ni yo quise preguntar.

Mi vida empezó cuando mi madre desapareció un día, sin dejar rastro, lo pasé mal al principio, estaba triste y decaído. Me adoptaron dos veces, la primera, un personaje oscuro, cabizbajo y malhumorado, pienso que debía tener doble personalidad. Eso no era vida, yo no sabía a qué atenerme, si se levantaba bien pasábamos un día maravilloso yendo al parque a jugar con los amigos, me bañaba y me alimentaba con cariño. Si en cambio se levantaba con el pie izquierdo, más me valía esconderme detrás del sofá y no salir de ahí. Esa era una vida insostenible, no fue fácil tomar la decisión, pero al final me fui, le hice creer que me había perdido pero, en realidad, salí corriendo en cuanto se despistó.
La segunda vez, tuve más suerte. Fui adoptado por una pareja que vivía de un almacén de frutas y verduras y de ahí mi apodo. Ahora estoy bien, mis dueños son buenas personas, me entienden, no exigen más de lo que yo puedo dar, estoy libre todo el día y trabajo de noche, soy el guarda y así me gano alojamiento y vianda. En realidad no necesito más, cuando libro, una vez por semana, vivo la noche a tope, como debe ser para un joven de mí edad.

Ayer, me despisté, realmente no quise faltar a mis obligaciones pero habían cambiado la hora y yo no me había enterado. Llegué tarde, el almacén había cerrado dejándome fuera.
Como no había planificado nada para esa noche, deambulé sin sentido por los alrededores y allí estaba ella, la perra del garaje de la nave de al lado. La saludé y me acerqué, estaba triste, ni ella sabía por qué. La invité a pasear por la playa. La noche era estupenda, la luna teñía el mar de plata y el espectáculo era encantador.

Un perfume embriagador llegó hasta nuestros hocicos y nos guio en la dirección correcta.
En un banco del paseo marítimo encontramos una caja de pizza en cuyo interior quedaba la mitad de ese suculento manjar y, a su lado, un elegante vaso de plástico lleno de vino que, por el aroma, debía de ser Lambrusco, aunque no estoy del todo seguro puesto que ya había perdido la aguja. Yo ejercí de anfitrión pero mi compañera, lejos de ser fina y educada, se comió casi toda la pizza y de un lengüetazo se acabó la bebida.

Eso no estuvo bien, su comportamiento poco femenino me estropeó la noche y se esfumaron los deseos de disfrutar a su lado. Se lo hice entender dándome media vuelta y emprendiendo la marcha sin ella. Me llamó arrepentida

—no pude evitarlo —dijo—, me arrepiento y además no me encuentro nada bien.

Me giré y decidí darle una segunda oportunidad. La vi andar de lado, con ojos vidriosos que miraban cada uno hacia una parte, no lograba articular ni una sola palabra coherente.
Sí, estaba borracha. La pobre era abstemia, nunca había bebido alcohol y ahora yo pagaba las consecuencias de sus actos. Un vividor conocido por su vida bohemia intentando ayudar a una bulldog ya entradita en años con una borrachera de aúpa dando un espectáculo deprimente en paseo marítimo.
La gente, que disfrutaba de una noche primaveral al lado del mar, pasaba y nos miraba con aire reprobador, me sentía observado y lo que es peor, juzgado.
No podíamos seguir así. Me iba a convertir en el hazme-reír del barrio.

Tomé una decisión y empujé a la señora detrás de unas rocas, fuera del alcance de miradas indiscretas. Una vez ahí la obligué a tumbarse y se quedó dormida.
No me podía ir dejándola indefensa, sola y borracha. Me tumbé a su lado y dormí con un ojo entreabierto, descansando pero alerta.

Pasó una perrita negra, elegante y coqueta, olisqueándolo todo con interés, con el rabo erguido y las orejas de punta, era mi tipo, justo lo que soñaba en mis largas noches de guardia, la dejé pasar, escondido tras las rocas con las orejas gachas y el corazón palpitante tras ella.

A eso de las siete de la mañana, decidí tomar la iniciativa e intenté mover a la doña, pero no había manera, aquella mole no reaccionaba.

Estaba realmente preocupado, no sabía qué hacer, mi papel en la vida no era el de alma caritativa, abnegada y maternal, soy un bohemio, un vividor, un excéntrico, romántico y melancólico, cuido de mis necesidades y no suelo ocuparme de los demás. Inmerso como estaba en estos pensamientos, mi olfato reveló un aroma conocido, me asomé entre las piedras y vi acercarse a una vecina del barrio: la benefactora. Una de esas pesadas que pretende acariciarte la cabeza como a un perro cualquiera… una de esas extravagantes que se dedica a dar de comer a los gatos cómo si ellos también tuvieran derecho a la vida. Normalmente, cuando la veo, salgo como alma que lleva el diablo pero hoy ¡no! Pienso que esa mujer es la indicada para sacarme de este embrollo.
Fui hacia ella, ladrando para llamando su atención. La mujer se fijó en mí, pero el hombre que tenía al lado la hizo cambiar de opinión y siguieron camino. Desesperado volví al lado de la bella durmiente. Le ladré, la mordí, la zarandeé, la pataleé pero todo fue en vano. Volví a tumbarme a su lado preguntándome cuánto tiempo más de mi vida tenía que desperdiciar detrás de esa insensata.

Por fin, la pareja de vecinos acabó su inútil paseo matutino sin encontrar, por lo visto, nada interesante. Me levanté y fui nuevamente hacia ellos, esta era la oportunidad definitiva, tenía que conseguir llamar su atención. La mujer, esta vez, no se dejó convencer por el compañero y vino tras de mí. La guie hasta mi amiga y, por fin, pude dar un respiro.
La mujer se agachó, la acarició y le habló con dulzura.

—Está muy cansada —dijo tras examinarla— ¡a saber a dónde la has llevado! —siguió diciendo mientras me miraba con el ceño fruncido.

Quería morirme, después de todo lo que había hecho por esa insensata iba a cargar yo con la culpa.
El hombre también se acercó y entre los dos levantaron a mi amiga con mucho esfuerzo y empezaron a empujarla en dirección a casa.

Para redimir un poco mi imagen maltrecha me ofrecí a ayudar con los empujones y, así, parando y volviendo a arrancar nos acercábamos a casa.
Mi compañera parecía sentirse mejor, andaba cada vez más erguida y terminó el camino trotando alegremente. Llegamos por fin al garaje.

La pareja se había quedado rezagada, con solo dos patas no consiguen ir más rápido, los pobres. Mi instinto decía que era el momento ideal para salir corriendo y olvidarme de todo, pero, como ya he dicho antes, soy un caballero. Después de todo, si no llega a ser por la intervención de la señora, todavía estaría allí, perdido y sin saber que hacer. Les esperé detrás de la curva, a la entrada del garaje y agaché las orejas, me acerqué a la pareja y me dejé acariciar la cabeza como un perro cualquiera.

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