martes, 10 de noviembre de 2015

El sobre vacío

Abrió el buzón y encontró, como todos los años en el mes de marzo, un sobre.
Su dirección estaba escrita con letra inclinada, alta y elegante. El matasellos era de Nueva York, marzo 1952. Sonrió y lo miró a contraluz para asegurarse de que estuviera vacío, como siempre.

Esa tarde Lidia había regresado a casa con las piernas cansadas después de un largo día. Ya estaba jubilada pero trabajaba como voluntaria en la cruz roja de su ciudad, en Italia. Los años de experiencia como enfermera durante las dos grandes guerras hacían de ella una profesional cualificada y la seguían llamando.
Se quitó los zapatos y se sentó en el sofá, puso las piernas en alto. Una sonrisa se dibujó en su rostro, por primera vez, después de tantos años, acariciaba la idea de hacer una locura.
Se dio cuenta de que en realidad ya nada la ataba y era libre de hacer lo que deseaba.
Su mente viajó en el tiempo cincuenta años atrás y se quedó dormida en cuestión de minutos.

***

El largo viaje estaba llegando a su fin, desde la proa podía verse a lo lejos la Estatua de la Libertad.
Su corazón latía de alegría y agitación, de la misma forma que lo haría cincuenta años atrás, cuando, con solo doce años, llegaba a Nueva York en busca de una vida mejor.

Mientras los pasajeros del barco corrían de un lado a otro preparándose para el desembarque, ella seguía mirando hacia el horizonte, el viento le traía ráfagas de recuerdos difíciles de olvidar.

Se veía de pequeña, niña enfermiza, mal oliente y hambrienta, con el pasaporte en su mano huesuda, explicando al policía que, fuera, la estaba esperando su tía Antonietta. Después del examen médico, la dejaron entrar en el país.

Recordó el recorrido a pie hasta el barrio italiano de Nueva York cogida de la mano sebosa de esa arpía que se hacía pasar por su tía Antonietta . Tardaron una eternidad en llegar a Little Ytaly, entre las miradas de la gente elegante que se apartaba a su paso…
Revivió los momentos transcurridos con las compañeras de cuarto,los sufrimientos, las emociones,y el trabajo duro que la convirtió en mujer de un día para otro.

Tocó el turno al recuerdo más esperado, el primer día en que le vio.
Él venía del puerto doblado por el peso de sacos que llevaba sobre la espalda. Paró a descansar apoyando en un muro los bultos, justo delante de ella. Sus miradas se cruzaron y ella sintió un fuego interno que subía hasta quemarle la cara, él sonrió, no tendría más de quince años pero ya era un hombre.
Con el paso del tiempe buscaron.
Se encontraron.

***

—Señora, tiene que bajar a su camarote y prepararse para abandonar el barco —le dijo un marinero.
Ella le miró sin verle, no estaba allí, no quería despegarse de sus recuerdos. El marinero aguardó una respuesta y luego preguntó:
—¿Se encuentra usted bien?
—No se preocupe, déjeme solo un minuto más y bajo.

***

Intentó encontrar el hilo de sus recuerdos pero había perdido el punto preciso… se acordó entonces de las veces en las que, años después, él volvía a casa después de largos meses de trabajo en la construcción del ferrocarril. La interminable vía férrea que uniría los dos océanos, un trabajo duro para un joven muchacho como él.
Se encontraban a hurtadillas en los tejados como gatos enamorados y pasaban las horas soñando con un futuro mejor.
Desvió la mirada hacia el suelo al recordar el estallido de la primera gran guerra, ella tuvo que volver a Italia, la separación, el hambre y tanta tragedia. Él juró que la esperaría y que cada año se lo recordaría mandándole un sobre vacío pero lleno de todo su amor.
Una vez en Italia, ya no pudo volver, no había dinero para el viaje, su madre viuda y sus hermanos pequeños, el trabajo, el día a día, la inseguridad, la costumbre…

***

—Señora, el barco ha atracado y la gente ya está desembarcando, no puede seguir aquí, lo siento.

Fue la última pasajera en bajar, sin equipaje, con su melena canosa al aire y un sobre vacío en la mano.
Él estaba allí, viejo y canoso. Llevaba una pequeña rosa entre sus grandes manos callosas.